En el año 2020 se produjo un acontecimiento que trastocó nuestra forma de vida. Tras la crisis del covid-19 hemos asumido que el mundo ya no volverá a ser el mismo. Incertidumbre y temor han sido la tónica general, y nuestra vulnerabilidad ha activado mecanismos que se han adaptado a unas circunstancias peligrosas para nuestra propia supervivencia. Después de dos años, la nueva normalidad ha ido trasformando nuestro “modus operandi “en una incertidumbre que luchaba por volver a nuestras pasiones como antaño, pero con una constante alerta mental activada. Así que al mínimo regreso a un recinto masificado, ya sea un terreno deportivo, cine o concierto, era celebrado como una pírrica victoria ante nuestros miedos. Luego, los pasos han seguido siendo lentos pero firmes. Se trataba de transformar el recelo en hábito. Pero faltaba la etapa reina; la vivencia de un acontecimiento decisivo que nos reseteara al año 2019. Y el Sweden Rock iba a ser el evento diferencial donde mostrar a nuestro sistema emocional que habíamos ganado la guerra.
Esa misma guerra pandémica que había paralizado la maquinaría de la industria del rock, donde convivíamos con cancelaciones, cierres de salas, fallecimientos de artistas referentes…toda una serie de incidentes que no parecían tener fin. Aunque en general tampoco trascendía en nuestras vidas, y lo mirábamos de reojo porque la situación degeneraba en nuestros propios problemas y bastante teníamos con parchearlos. Luego, la renovada activación de la industria musical ha viciado en otros problemas que, en su conjunto, no proceden ser expuestos en esta crónica, pero sí haremos hincapié en algunos que hemos podido comprobar en el festival de festivales.
Es evidente que dos años de sequía, para la multinacional Live Nation, han producido una merma económica y era lógico que consideraran nuevas estrategias para la inmediata recuperación. Así que, una vez comprobadas las innovaciones del interior y exterior del recinto, era fácil adivinar que la máquina de fabricar billetes estaba a pleno rendimiento. El Eurodisney sueco se ha fortalecido con nueve mil metros cuadrados más de extensión. Cualquiera podría pensar que dotar a las instalaciones de más espacio iba a redundar en la comodidad del espectador. Pero no exactamente: un porcentaje muy importante de esos metros se utilizaba como algo bautizado como “Heaven Nelson wine garden”. Una especie de paraíso ajardinado y acotado, donde la seducción eran unos cómodos sofás y complementado con el consumo de un vino que, por el reclamo del titular de la entrada, parecía proceder del cielo. Desconozco los precios, pero mirabas alrededor y parecías rodeado de la jet set en un lugar de moda.
Las nuevas fórmulas de explotación empresarial alejan al rock de su esencia y lo acercan a un circo donde ya ni crecen los enanos y los payasos hacen llorar. Las exposiciones de coches, motos y cars, ¿darán paso en un futuro a otras de tráileres y avionetas privadas? Necesitarán otros dos o tres mil metros más. Sin embargo, los melómanos han perdido su “heaven vinyl garden”. Dentro del recinto, antaño satisfacían su obsesión con cuatro templos del cd y del vinilo. Y en el exterior con no menos de una decena de stand. En esta edición, en el recinto solo ha quedado “Hot shot” de Bremen y en el exterior dos únicos puestos. Aumentan las casetas de bebida, comida, venta de instrumentos y juegos intrascendentes varios, y disminuye a la mínima expresión aquello vinculado al rock.
Evidentemente es necesario un relevo generacional para el mantenimiento del negocio; aunque eso signifique pervertir la demanda del arte ante las nuevas ofertas del entretenimiento. Pero esa transformación genera daños colaterales sobre quienes han mantenido durante décadas este festival. Al final parece imperativo asumir estoicamente la nueva pandemia festivalera y adaptarse a los nuevos tiempos. Pero si eres capaz de abstraerte de la situación y disfrutar de tus principales motivaciones, todo este entramado empresarial te pasará rozando como un simple complemento.
En el aspecto organizativo debemos valorar muy positivamente algunas mejoras que se produjeron con respecto a anteriores ediciones. La limpieza ha vuelto como símbolo de comodidad. Observamos una mejor gestión de las colas de la entrada. Y la ampliación de metros trajo consigo más zona de servicios que facilitó los desplazamientos y redujo la pérdida de tiempo. También es reseñable que, a pesar de la masificación del evento, hubo comodidad absoluta para disfrutar de cualquier banda y en cualquier escenario. Pero existe una relación directa en el exceso de entretenimiento y un cartel basado solo en los grandes nombres. Los escenarios, excepto en actuaciones muy concretas, tenían escasa concurrencia. Aun así, en el inicio del show de Guns ‘N’ Roses la organización certificó un auditorio de 46.044 espectadores. La cifra más alta de su historia, y sin ninguna duda la antesala de los cincuenta mil que ya se barruntan para la próxima edición. Los pasos de esta organización son firmes y cristalinos. El tope de audiencia, como símbolo atractivo de confort, es cosa del pasado.
Lo realmente innegable es que las actuaciones de la parte media y baja del cartel siguen manteniendo el verdadero atractivo y la pureza del espíritu del festival. Los nuevos nombres como Bomber impresionaron por la crueldad de su energía y el fuego de sus riffs. El fenómeno Nestor batió récords de audiencia en el Sweden Stage. La insulina inyectada de clichés ochenteros y azucarados estribillos deleitaban a los más diabéticos. Típica banda que captura todo lo necesario para que los presentes recuperen los sueños de su nostalgia. Algo tienen las bandas USA con aroma AOR que son perfectas para una tarde soleada. Night Ranger es la biblia de cómo actuar en un escenario. Su forma de involucrar a los concurrentes parece enfermiza, si partimos de la premisa que la edad media de sus componentes es de 65 años. Cada miembro parecía estar en todas partes. Pocas formaciones pueden presentar tantos hits: cada canción que sonaba sentías que era la mejor. Nadie puede negar su jerarquía en el último día de la edición. Y eso que la actuación de los canadienses Honeymoon Suite rozó el larguero del pódium. Culpa de Derry Grehan y su lastimoso solo de guitarra que hizo retorcer a Eddie Van Halen en su tumba, cuando la banda nadaba con suficiencia sobre un mar de clase y elegancia. El sonido del mejor teclado de todo el evento era un regalo para nuestros oídos.
También hay bandas consolidadas que por alguna razón siguen pasando desapercibidas. Siena Root es el ejemplo más claro; son un destello bien lubricado del rock psicodélico de los 70’s. Incluso cuando se eternizan con una jam instrumental, el concierto sube un escalón. En ese momento esbozas una sonrisa y puedes afirmar que todavía queda esperanza para un brillante futuro del rock. Un futuro que encabezan bandas como Dirty Honey desde su salida de fábrica. Siempre que tengan claro que no han venido a este mundillo para cumplir la profecía de salvar al rock and roll. Porque luego las piezas pueden no funcionar: su monotonía rítmica y la escasez de canciones que enganchen lastraron un concierto al que hay que sumar el anacronismo de tres solos que terminaron por asesinar a la multitud. En el año 2022 no tiene sentido seguir manteniendo las batallas ganadas en épocas pretéritas y empeñarse en hacer un solo de batería. Pero hacerlo también de bajo y de guitarra, solo puede indicar carencias de base y de inexperiencia. Las expectativas siguen siendo máximas. Veremos si en el futuro pulen sus defectos. En Suecia, decepcionantes.
Aunque ninguna decepción como Kingdom Come. Impacta ser testigo del ensayo de las pre grabaciones. El batería parecía un autómata dándole al on y al off sin ningún tipo de rubor. Sí, los coros parecían buenos, pero no parecían entrar en el tiempo preciso. Mas tarde los medios suecos confirmaron que el Dios Baco fue culpable de su situación. Así que tampoco sorprendió encontrarse con una banda totalmente desestructurada. Su vocalista Keith St John se afanaba en minimizar los restos del naufragio, pero terminó igualmente hundido. Las canciones sonaban confusas, inconexas, con solos insípidos, ritmos inadecuados… Un descontrol tan molesto que no merece la pena ni hacer escarnio. Eso sí, merecidísimo el máximo pódium de la cuchara de palo como el peor de esta edición. Pasarán a los anales de la historia junto a King Kobra y Q5.
Luego están los que parecen, pero no son. En la carpa rock classics Victory simulaban a un hámster dando vueltas y vueltas sin llegar a ningún lado. Su cuerpo de instrumentación era como un bucle continuo que por monótono adormece. Lee Aaron es la reina de la fotografía, pero una plebeya en su profesión. Todos sus movimientos están diseñados para el flash. Entendibles sus convicciones por promocionar sus mediocres nuevos discos, pero chocaban contra un auditorio que esperaba los viejos clásicos y estos llegaban con cuentagotas. A los parones por problemas técnicos hay que añadir que su limitada voz descompensaba sus movimientos escénicos.
Bonafide, Wagner E Hodges y Jean Beauvior calientan, pero no queman. Los primeros abusan de la corrección política: su boogie rock con olor a AC/DC es tan insistente que llega a convertirse en una cruel rutina. El segundo mezcla astutamente material propio country/southern/punk con versiones de AC/DC, Sabbath, Creedence, John Denver o Sex Pistols para involucrar al auditorio, pero el chiringuito falla. Convertirse en una banda de versiones de pub no es una opción inteligente. La voz de la cresta rubia más famosa del panorama internacional no hace justicia a su talento compositivo y a lo que ha contribuido a la historia del rock. A su estética aplastante le siguen movimientos de elefante. Mejor en estático y guitarra en mano que moviéndose por el escenario.
Praying Mantis son una banda tan de culto que ninguno de sus integrantes se ganaría la vida como gigolo. Pero su fuerza escénica y el dinamismo experto de su propuesta NWOBHM les hacen ganarse la vida modestamente como cometas del rock. Máximo respeto para los británicos. Un respeto que merecen los canadienses Saga: su cátedra de progresía trigonométrica y atmósfera de mística oriental encajan más en la intimidad de un aula magna de un teatro universitario que en un festival diseñado para divertir a las masas.
Más respeto para el gigante británico del blues Rock Water Trout. Con una pasión implacable, lo mismo explora con su stratocaster las profundidades de la desesperación que asciende a la estratosfera de la felicidad. El británico usa cada canción como excusa para realizar increíbles solos de guitarra, pero destierra a la simple funcionalidad a unos músicos intratables. Como intratable es la actitud de Nashville Pussy. Al final del bolo su guitarrista Ruyter Suys tiene que pasar por enfermería para tratamiento de esguince de cuello y untar de mercromina las postillas de sus rodillas; imposible mejorar el tópico de sangre, sudor y rock and roll. Sus integrantes llevan enchufados cables de toma tierra para no electrocutarse. Su feroz viaje infernal enmascara lo básico de su técnica. Pero a nadie le importa. Al fin y al cabo el rock and roll es energía y diversión.
Por el contrario, 10CC ofrece un show que se disfruta en paz y tranquilidad mientras estás sentado en la hierba comiendo una hamburguesa y broceándote al sol. Estos veteranos saben perfectamente cómo llegar a sus seguidores. Sus armonías vocales, incluso a capela, son un brindis a la perfección. Todo lo que suena es tan agradable y acogedor que ejecutarlo parece fácil. Si algo tiene la vieja guardia es hacer de la sencillez un espectáculo. El tópico “el espectáculo tiene que continuar” es bendecido por las verdaderas estrellas del festival. Aquellas que lucen inesperadas con luz propia, y, con humildad, terminan en el pódium victorioso. El paso del tiempo no está con Ten Years After, pero la asociación entre las viejas caras y la nueva ha insuflado de nuevo oxígeno al resurgimiento de una banda clásica. Los de la generación silenciosa, instrumentalmente, marcaban con solvencia el camino al millennial Marcus que cuando explotaba en un solo su velocidad y fluidez eran asombrosas. Luego su poderosa voz, y el magnetismo de su presencia escénica, estuvieron a la altura del desafío.
Eric Gales, otro de los gigantes del blues moderno, tiene esa aura de abominar las reglas. Si su banda conduce por la derecha, él cambia de carril. Su espontaneidad puede parecer un problema, pero nunca pierde el rumbo. Muy al contrario, domina su guitarra como si fuera parte de su cuerpo. Luego aparte de un tono único, su caricaturesca gesticulación es el complemento perfecto para acompañar a cada nota. Eric es tan genuino que se refleja en su impresionante presencia escénica y una contagiosa felicidad al tocar. Si alguien me preguntara por el mejor concierto de toda una edición, no balbucearía: el hijo de Memphis. Aunque por una pulgada no empató el último rockstar.
Michael Monroe es la prolongación del soporte de su micro, moviéndose por todo el escenario como si fuera una serpiente. Lo mismo se sube por la estructura de la torre como baja al foso con el público. Acelera y retrocede, corretea por el escenario como una bola de fuego hasta calcinarlo y no se detiene hasta que termina el show. Si le pagaran un dólar por cada gota de sudor Live Nation entraría en bancarrota. En su tiempo de actuación mantiene tanta intensidad que cuando todo acaba a la audiencia le parecen segundos. Si él hubiera cerrado el festival en lugar de Guns And roses los titulares para la historia hubieran sido diferentes. Cuando Michael abandonó el marco, y como el que se sabe ganador, regresó y miró a la audiencia con una sonrisa como si nos quisiera transmitir que por él el espectáculo hubiera continuado, pero en el escenario grande os esperan “los buenos”. Alegría contagiosa para un público que horas más tarde iba a salir totalmente decepcionado de los cabezas de cartel. La magia del último rockstar no puede equipararse a una dudosa reunión que únicamente se sube legítimamente al tren de los dólares. Existe una enorme diferencia entre morir por tu profesión y tus fans que vivir sin química para llenar las cuentas a costa de tus fans.
¡Y esto ha sido todo! Pero no quería finalizar esta extensa crónica sin la siguiente reflexión. No podemos olvidar que esta edición fue especial. El público se había perdido esto durante dos años; extrañaba la música en directo, la comida, los amigos que solo ves allí, el ambiente. Todos somos conscientes de que ya no es posible dar por sentado que la maquinaría Sweden Rock va a estar ahí todos los junios del año. Pero después del fracaso de los Guns y la irrelevancia de los cabezas In Flames y Volbeat (a pesar de tener su público), así como el poco peso exclusivo del cartel por la parte media y baja de la tabla, surge una cuestión ¿Cómo se constituirán los futuros carteles?
Después de lo vivido este año queda más claro que nunca que el festival se enfrenta a un desafío muy duro para futuras ediciones. La elección de los cabezas de cartel tiende a una constante repetición y eso puede hacerse insostenible. La promotora es evidente que busca el cambio generacional para esa sostenibilidad. Pero utilizar a Judas Priest o Alice Cooper durante otra década no será posible. Y seguro que no faltarán Sabaton, Ghost o Volbeat, pero la elección también será ineficaz y el proceso de selección se está complicando a pasos agigantados. Así no es desdeñable preguntarse sobre el futuro del festival.
Puede que la respuesta esté en arriesgar en nombres completamente diferentes y en olvidarse del beneficio a corto plazo. Un planteamiento empresarial que no dudo que el gigante americano LN, y a juzgar por todos sus movimientos, ni siquiera se va a plantear. Además, puede merecer la pena considerar la reducción de la audiencia para evitar congestiones. A juzgar por lo leído en foros suecos, y por parte de las personas más veteranas, existe un halo de nostalgia por lo que este festival representaba. Así que difícil elección para todos. A nivel personal he vivido tantos momentos intensos en ese recinto que mi corazón se resiste a abandonar. Pero cuando los pasos se dirigen autómatas y la cabeza te dice que la experiencia ya no te aporta nada…
Texto: Jesús Mujico
Fotos: Joaquim Valls – Jesús Mujico