L.A. GUNS – L.A. Guns (1988)

La de L.A Guns es una de esas historias de entrañables perdedores, de amor/odio entre cantante y guitarrista lastrada además por la eterna amargura de éste último al ver cómo pudo haber sido parte de algo tan multitudinario y exitoso como Guns & Roses.

Lewis y Guns han demostrado que, a lo largo de la tan tumultuosa como errática y también brillante trayectoria de la banda, ambos se necesitan. Y empezaron a constatarlo hace ya más de treinta años con la publicación de su debut. El disco homónimo es un trabajo que cualquier fan del rock duro más macarra, sucio y pegajoso debería tener en sus estanterías.

Quien esto escribe acababa de entrar en la adolescencia y se encontraba a mitad de octavo de EGB, y si para mí y aquellos primerizos amigos que descubríamos el rock no era suficiente que nuestros padres vieran las pintas de estos tipos al ver la parte de atrás del disco para que pusieran una mueca de desaprobación, lo era poner la aguja en el vinilo, que sonara un rápido, duro y desafiante «Show no mercy» o que te escucharán cantando el estribillo de «Sex action» con los gestos lascivos y sucios que un batallón de hormonas en plena ebullición respaldaban.

Adiós para siempre a lo que todavía podía quedar del niño inocente, aquí están estos cinco tipejos con sus pintas de degenerados para corromper la moral y las buenas costumbres. Y para echar más leña al fuego pongamos el vídeo de la peligrosa «One more reason» con su violencia gratuita, pistolas y ese Tracii subido al capó del coche escupiendo sangre al parabrisas mientras hace su solo. ¡Quería una guitarra, una chaqueta de cuero, llevar esos pelos imposibles y tocar como Tracii Guns!. De Tracii diría que es el mejor de todos aquellos guitarristas del género y tenía tan buen gusto para hacer una pequeña acústica como «Cry no more» como técnica e influencia del añorado e irreemplazable Randy Rhoads para hacer unos solos geniales. Pero también quería cantar con ese tono a veces roto y, la mayor parte del tiempo, chulesco pero con clase del genial Phil Lewis.

No sé la de horas que pasé exprimiendo este disco una y otra vez, te agarraba del cuello pero también te hacía bailar como un poseso con ese «Nothing to lose» en el que metían un saxo que por entonces uno consideraba de todo menos rockero pero aquí era bienvenido. El único descanso que te daba era «One way ticket», una balada que te hacía sentir melancólico pero duro y auténtico. Para cuando llegaba «Down in the city» empezabas soltando un ¡hey, hey! puño en alto con los primeros compases machacones y cuando el grupo cambiaba el ritmo tocaba bailar como un macarra otra vez antes de corear con más chulería el estribillo. Sí, chulería es la palabra clave.

Treinta y dos años después está claro que uno de adolescente ya no tiene nada físicamente, pero emocionalmente este disco sigue rejuveneciéndote cada vez que lo escuchas y, con independencia de la edad a la que uno lo descubriera, su vigencia sigue en pie y es una pieza fundamental para entender una escena y estilo en el que marcó una época.

Alberto H.S.
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