Decir que el Azkena Rock es «cita ineludible para miles de rockeros» sería caer en un cliché periodístico que dice menos, y peor, de lo que parece. Sin embargo, el festival vitoriano es uno de los pocos (¿el único?) festivales del Estado que pueden presumir de tener un público fiel. Sí, el cartel importa mucho, pero también ha acabo por convertirse en una parada anual para fans de bandas que llenan salas de cien o doscientas personas.
AZKENA ROCK: crónica
Para mal y para bien, el Azkena ha conseguido que su público esté ahí cada año, a pesar de la calidad variable de sus instalaciones, de algunas faenas gordas en el cartel, o de algunas discutibles contrataciones a la hora de elegir el cabeza de cartel. Eso no significa, claro, que los chicos de Last Tour International puedan contratar una docena de bandas de medio pelo y sentarse a esperar barbudos en masa. El Azkena Rock ha conseguido forjarse, año tras año, como ese festival en el que las bandas son tan poco famosas como respetadas en los círculos de entendidos. No haber escuchado nunca a la mitad de los grupos que conforman su cartel es tan normal como terminar el fin de semana con el descubrimiento de tres o cuatro nuevas bandas.
No ha sido el caso. Quizá porque ya íbamos preparados para lo que íbamos a presenciar, lo cierto es la edición 2014 terminó con más chascos que sorpresas: mal tiempo, mal sonido, mal servicio, y unas bandas que, en buena parte, no dieron todo lo que podía esperarse de ellas.
Uno sabe que está en España cuando lee que las puertas abren a las 17:00 y que la primera banda empieza a las 17:15. Un cuarto de hora claramente escaso en el que la organización se juega aglomeraciones y nervios innecesarios. 13 Left to Die, una descarga de tralla bruta para primera hora, empezó con muy pocos espectadores, e hicieron lo que pudieron en un escenario, el principal (este año «Lou Reed»), que se les quedó demasiado grande. A resguardo de los predicciones de lluvia, Monster Truck dieron uno de los conciertos del día en la carpa «Raúl Aransáez». La banda canadiense sorprendió a muchísimos con una mezcla de rock clásico, algo de stoner y, dando color a cada segundo, un órgano Hammond que encandiló a un público numeroso completamente me
tido en el asunto. Quizá tuvo algo que ver el hecho de que, ahí afuera, la lluvia estaba cayendo de forma tan severa que incluso hubo que cancelar el siguiente par de conciertos: la organización, aquí sí, estuvo acertada a la hora de informar, tanto en el propio lugar como por las redes sociales, y hay que reconocerles el esfuerzo por intentar recolocar tanto a Bombus como a Bourbon al día siguiente.
Hudson Taylor aburrieron con un estilo, americana, que está muy en boga en los últimos años pero que no aguanta el ritmo de un festival de rock con temas monótonos y predecibles. Casi lo contrario que Seasick Steve: un fulano con una guitarra-lata de tres cuerdas y su batería, que hicieron divertido un concierto de blues bastardo bajo la lluvia. Con el tiempo justo vimos a los primeros ‘locales’ del día, The Midnight Travellers. Los catalanes, invitados por la organización para ese tercer escenario dedicado a bandas de foreros, dieron un concierto estupendo en uno de los momentos más delicados del fin de semana. Nubes negras, hora de cenar, y The Stranglers tocando en la carpa de al lado. Los Stranglers, precursores de aquel punk-rock setentero, dieron, según cuentan los que entienden, un gran concierto. Lo que se pudo ver, eso sí, fue un público que no terminaba de conectar con una banda que es grande en el Reino Unido pero que en España no ha cosechado más que un par de éxitos menores.
Llegaba la hora de Scorpions, y el festival terminaba por llenarse no ya con los rockeros que habían estado desde las cinco de la tarde, sino con todos esos melómanos estacionales, los mismos que pagaron 100€ por cantar «Satisfaction» con los Rolling Stones o «Born in the USA» con Bruce Springsteen. Al fin y al cabo, «Wind of Change» todavía tiene mucho tirón. Si tuviéramos que seguir con los clichés periodísticos, aquí tocaría asegurar que «el huracán Scorpions pasó por el Azkena», o que la banda nos dio «Aguijonazos de Rock». Nada de eso. Scorpions llegó, vio, pero ni venció ni convenció. Un show a piñón fijo con los mismos temas y los mismos gestos de hace más de diez años, un déjà-vu para los que acudieron a su «despedida» en Madrid.
Con Scorpions, poco a poco uno va teniendo la certeza de que lo que está viendo no es un concierto de rock sino una performance de museo, un evento cultural para todos los públicos. Pero ni siquiera fue para todos los públicos. Los que aún anhelamos un poco más de atención a la primera etapa de la banda tuvimos que conformarnos, una vez más, con los éxitos de siempre. No me pasa, como a un buen sector del público rockero, que las baladas me aburran. Ni siquiera cuando caen seis o siete. Tampoco critico que metieran tres temas nuevos, al fin y al cabo, llevan cuatro años presentando su disco. Sin embargo, asistir a un concierto tan mecánico, con tan poca sangre, deja mucho más frío que calor. No ayudó, claro, un sonido flojo (tónica general de ese escenario) y un Klaus Meine que cada vez puede menos (aunque, está claro, puede todavía más que muchos otros). La gota que colmó el vaso fue un solo de batería infame a cargo del sustituto de James Kottak (aquél, aunque sea, hacía solos entretenidos) y de un ayudante a la percusión que no hizo sino aumentar la sensación de estar viendo algo completamente fuera de lugar.
La noche aún tenía unas cuantas bandas por ofrecer, pero la lluvia (que no paró) sólo dejó ganas para ojear lo que Marah tenían para ofrecer después de unos cuantos años sin pasar por la península. Una formación cambiada para un estilo, el folk centenario, que hace que añoremos mucho los tiempos de «If you didn’t laugh you’d cry». Un concierto entretenido, eso sí, y amenizado por un violinista de diez añitos que se llevó la mayor atención.
El sábado fue, con distancia, mucho mejor que el viernes. El segundo día festivalero contaba con un buen puñado de bandas que había que escuchar. Empezamos el día guardando fuerzas para el primero de los grandes conciertos, The Temperance Movement. Puede que nada de lo que digan por ahí sea suficiente, ni siquiera la crónica que les hicimos a su paso por Madrid, porque el quinteto británico siempre sorprende, y siempre da ese plus que tan pocas bandas saben ofrecer. Lo mejor es que uno mismo se acerque a sus conciertos y lo vea por sí mismo. ¿El mejor concierto del festival? Sólo hasta el momento.
The Strypes, unos chavales que hacen rock sesentero (y también, para qué engañarnos, un poco de indie actual) se metieron a muchísimos en el bolsillo, mitad por su desparpajo y mitad por una edad que no dejaba de sorprender. Producto menor, sin embargo, que no ofreció ni un sólo hit en un estilo que no vive su mejor momento. The Soulbreaker Company, quizá la banda local con más recorrido de las que tocaban en el tercer escenario, dio un concierto con un sonido excelente pero con poca alma. Quizá por ser una banda para salas, el rock atmosférico que tan bien saben plasmar en disco no consiguió conectar con un público con ganas de experiencias trascendentales.
Lo más trascendental que vimos en el Azkena Rock se llama Joe Bonamassa. Éste sí, el concierto del festival. Uno llega a preguntarse si éste es el lugar en el que ver a una leyenda viva de la guitarra, un concierto de blues de esta magnitud. Quizá Bonamassa fue demasiado para el Azkena. Demasiado porque no había escenario en el que su música pudiera sonar todo lo bien que merecía; tuvo que tocar en una carpa en la que las bolas de sonido son inevitables. Demasiado, también, porque la agregación de fans y espontáneos que pasaban a mirar hacía de la experiencia algo mucho menos agradable de lo que pudo haber sido; no es fácil disfrutar de Sloe Gin con borrachos vociferando alrededor. Demasiado porque, a su lado, el resto de bandas parecían principiantes. Bonamassa y sus cuatro músicos (cuatro figuras de primera línea) dieron el concierto del festival, en una hora de concierto en la que hubo tiempo para solos de guitarra, claro, pero también para teclados, percusión, y una voz, la del propio Bonamassa, que sólo desmerece si se compara con su calidad como guitarrista. Al final, tras temas como «Ballad of John Henry» o «Song for Yesterday» (outro the Won’t Get Fooled Again incluida), la etiqueta «blues» se queda estrecha para el abanico musical que la banda pasó por nuestros oídos.
Los cabezas de cartel eran Blondie, pero ya podía decirse que, de ahí en adelante, todo iba a ser peor. Y lo fue. Blondie dieron un concierto tan bochornoso como disfrutable. Un bochorno inevitable si los bailes de discoteca ochentera que evoca la banda de Deborah Harry se convierten en un concierto frío con una señora cantando en pijama. Uno no sabe si quiere escuchar hits inmortales como «Maria» en directo y ver cómo Harry se carga el estribillo como sólo se vio en el Azkena cuando Ozzy vino a cantar. Pero también fue un concierto disfrutable. A pesar del lamentable estado de Harry, y de un sonido francamente malo, ni siquiera hizo falta estar borracho para bailar y cantar canciones que, seamos sinceros, forman ya parte de la Historia de la música. Al set le sobraron algunos temas nuevos (como éste), pero es difícil no acertar si tienes tantos y tantos éxitos que conoce cualquiera. Sin embargo, la respuesta fue mayoritariamente fría, y es que, si tienes un cartel con nombres tan variopintos, al final es difícil congregar a miles de personas con ganas de corear «One Way or Another». Blondie es una banda entre el rock y el pop, y los que buscan pop no acuden al Azkena, porque ya tienen el BBK Live.
En el mismo escenario y apenas veinte minutos después comenzaron su concierto Wolfmother, casi como «segundo cabeza» de la noche. El trío liderado por Andrew Stockdale dio un concierto bueno pero monótono. Aunque no debería pillar a nadie por sorpresa. La propuesta musical de Wolfmother no se sustenta en la variedad, y tras veinte minutos de concierto uno podía llegar a pensar que estaba escuchando la misma canción una y otra vez. Sólo se dejaban diferenciar por la reacción del público, que celebraba con locura los temas de su debut, mientras que tomaban con frialdad las de «Cosmic Egg» y «New Crown». No deja de ser curioso ver cómo, sin haber cambiado su estilo, tras su primer disco Wolfmother perdieron el interés para el público general. Sin embargo, no por ello hay que quitar mérito a un tipo, Stockdale, que ha sabido sobrevivir haciendo la misma canción durante cuatro discos.
Aún quedaban Kadavar para terminar la noche, pero el día fue largo, y el rock pesado que llevaban los alemanes no era lo mejor para presenciar a las 2 a.m. La edición del 2014 ha pasado la prueba, parece que habrá continuidad, pero no podemos dejar de mencionar todos esos pequeños detalles que hacen de la experiencia del festival algo mucho menos agradable de lo que todos quisiéramos. Sí, hablamos de ese sonido que tanto deja que desear, de los precios de comida y bebida dentro del recinto, de la escasez de baños y de las condiciones de limpieza en los servicios y duchas del camping, o de los solapamientos de bandas que podrían evitarse empezando la jornada un poco más pronto. El público del Azkena puede que sea fiel, pero tampoco es tonto, y si queremos seguir teniendo un festival de referencia en esto del rock and roll, habrá que mimar un poco más el resultado en las futuras ediciones.
Julen Figueras
fotos: Musicsnapper
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