“Otro año más…”. NO. Olvidaos del cliché. Éste no ha sido otro año más. Para bien y para mal, el Sweden Rock Festival ha llegado a un punto de inflexión, ha hecho un click (¿o un crack?), han cambiado algunas cosas y ha mostrado un costado menos amable. Como si nos hubieran dado el cambiazo de la noche a la mañana, casi todo en el Sweden Rock Festival parecía lo mismo que todos los años anteriores, pero la sensación insorteable de que algo había cambiado embadurnaba el ambiente. Pequeñas cosas, la mayoría imperceptibles, pero no por ello menos importantes. Al fin y al cabo, el Sweden Rock está construido sobre un montón de detalles nimios que hacen de él uno de los mejores festivales de rock de Europa.
Los antecedentes ya los conocíamos. Las sucias manos de Live Nation habían entrado a cocinar y llevarse el 51% del pastel, haciéndonos temer lo peor. La multinacional está ahora detrás de la mayoría de grandes bandas de rock del mundo, controla numerosos festivales y obliga a casi todos a vender entradas a través de Ticketmaster, su sistema de compra de entradas que aún tiene que dar alguna alegría en tantas desgracias que nos ha traído. Para que el palo de semejante adquisición no fuera tan doloroso, la zanahoria que Live Nation puso sobre la mesa se llamaba Iron Maiden. Un intercambio desigual porque, si bien es cierto que la banda británica dio el mejor concierto del festival (y el mejor concierto que un cabeza de cartel haya dado en muchísimos años), este caramelo venía también envenenado.
El limitado aforo del Sweden Rock, generalmente rondando las 30.000-32.000 personas, ha sido aumentado en casi un 10%. Con semejante cabeza de cartel, la organización vio claras las posibilidades de apretar un poco más el ambiente, y no pasó desapercibido. Se notó en la zona de prensa, inusualmente llena, en los baños, con algunos (pocos) momentos de colas, y sobre todo en la dificultad para moverse de un lado a otro del recinto con la comodidad de otros años. Ya el miércoles, ese día extra que cada año nos deja alguna gran actuación, se notaba la afluencia. El primer concierto de esta edición, que suele aglutinar a un número justito de madrugadores, previsores y curiosos, contó este año con un público inusualmente elevado. Quizá porque sobre el escenario estaba la primera sorpresa del festival.
THREE DEAD FINGERS, un grupo de cuatro niños de 13 y 14 años empezó como curiosidad y terminó como asunto serio. Las caras de la gente en el público fueron cambiando de la sonrisa cínica de “a ver qué me van a contar estos niños que yo no sepa” a un disfrute honesto por el metal muy bien ejecutado de unos mocosos con más tablas que algunos veteranos. Como en el clásico videoclip de Queen en el que la banda es sustituida por sus versiones infantiles, este cuarteto de algún pueblecillo sueco sonaba tan bien que parecían estar en un concurso de imitadores con música de fondo, pero no: canciones propias, sonido propio, voces guturales y un sentido del espectáculo que tiraba para atrás. En algún momento, un ampli dejó de funcionar y, en lugar de quedarse congelados sin saber qué hacer, arrancaron con el siguiente tema con tanta naturalidad que parecía hasta preparado.
De ahí en adelante, la edad media no haría más que subir. Primero con la banda tributo de BRIAN DOWNEY y su ejercicio de nostalgia Lizzy, con una banda con tan buen sonido como falta de alma. Si como banda original, la propuesta de Downey es inexistente, como banda tributo tampoco consigue ser más que una entre un millón. La experiencia es un grado, pero desde luego no es el único, y cuando la propuesta no da para más (¿en serio necesitamos escuchar “The boys are back in town” una vez más?), sólo la generosidad del público puede salvar. Ésta parece que no se agote nunca cuando se trata de las grandes bandas del día. Es fácil perder la cuenta de las veces que hemos visto a THE QUIREBOYS, pero ahí estaba todo el mundo, disfrutando de “Sex party”, de “I don’t love you anymore” o de “Even Mona Lisa smiled”. Se dice que la banda de Spike nunca falla, aunque no es exactamente cierto, porque su nivel de éxito depende de la cantidad de disfrute que inyectan a sus fans, y ésta varía cada noche. La del miércoles fue una buena noche, y nadie quedó sin disfrutar con un sonido perfecto (sí, Spike sólo consigue graznar, pero eso no es nuevo) y la clásica ristra de éxitos acompañados de algunos temas más nuevos con igual sabor a clásico.
Valía la pena disfrutarlos, porque la edición de este 2018 no estaría teñida de blues rock más que en los márgenes, y el tono predominante sería del metal. Sólo había que mirar a la parte alta de cada noche para ver lo que nos esperaba. BULLET dieron un concierto de retro-metal tan empastado como previsible, y HARDCORE SUPERSTAR, que se tomaron en serio lo de ser cabezas de cartel, pusieron todos los medios para hacer un espectáculo acorde al estatus: mucho confeti, muchas luces y gran sonido para un set list basado en éxitos asentados y otros por llegar. Al fin y al cabo, a la banda sueca le sobran hits, aunque la mitad de ellos suenen parecidos entre sí. Hace años que dejaron de sorprender para mantenerse en una comodidad comercial y poco peligrosa, pero no por ello menos agradable. Poder cantar cada uno de sus temas, recordar que fuimos un poco más jóvenes, y hacer como que nos seguimos emocionando con los nuevos lanzamientos es parte de un ritual que se deja hacer.
Si el miércoles es un día “pequeño”, en los días “grandes” todo se magnifica, y lo acusado en esa primera introducción se multiplica: más área (con los cinco escenarios plenamente funcionales), más bandas, más polvo, más calor y, sobre todo, mucha más gente. “El día de Iron Maiden” era también el día con más material pesado de toda la edición. Pesado no por su sonido, ya que esa tónica no cambiaría ni un solo día, sino por la entidad de nombres que podríamos ver (o que tendríamos que perdernos). Tanto había para ver que nombres en otras ocasiones jugosos como BATTLE BEAST o BUCKCHERRY pasaban a ser la anécdota. La banda finlandesa dio un buen concierto a pleno sol, y a los yankees el escenario grande se les quedó enorme, con un set plagado de versiones (incluida una de las suecas Icona Pop). NAZARETH, que hace cinco lustros encabezaron la primera edición del Sweden Rock Festival, volvieron con nuevo cantante y viejas ganas para dar un concierto bueno pero menos disfrutable de lo esperado. Por cómo lo disfrutó otra gente, parece que hay que echar la culpa a factores externos, como ese sol de justicia marcándonos la nuca, el polvo que llenaba nuestros orificios nasales, o cualquier otra circunstancia pasajera. Parte de la realidad, con todo, es que Nazareth no volverán a ser la banda que eran, y que de aquella mítica formación no quedan mucho más que los restos.
La tendencia del festival a arrinconar a bandas de rock clásico se notaba en los detalles, y ver a una banda de la entidad de Nazareth, o Slade dos días más tarde, a la hora de comer y a pleno sol es una jugada perfecta para quitarle las ganas hasta al más fan. Lo mismo que le pasó, más o menos, a un GLENN HUGHES renovado, desde los pantalones de campana hasta las patillas y la dentadura postiza. Tocando un setlist ganador de clásicos Purple, Hughes hizo un buen concierto de rock clásico con demasiados tramos instrumentales y demasiada pretensión exhibicionista. Sí, ya sabemos que el bajista y cantante grita muy bien, y no necesitamos que nos lo recuerden varias veces en cada canción. Tales elementos, a plena luz del día y en un escenario que sólo llenan los artistas con más tablas, hicieron que un concierto que pudo ser antológico se quedara en bueno.
Algo más de suerte con el horario tuvieron ROSE TATTOO, y por extensión su público, que consiguieron domar un Festival Stage a ritmo de motores y slide guitar. Ahí estaban, viejos, pellejos, y con temas con todos los ingredientes para cansar a los quince minutos, pero con un magnetismo que nos mantuvo hasta el final. Quizá eran nuestras ganas de escuchar algo más de hard rock, que sólo a cuentagotas se verían satisfechas, o que la banda estaba realmente enchufada, en una de esas actuaciones que rara vez verás en otros lugares y que pueden salvarte todo un día de disgustos. Sea como fuera, Rose Tattoo supieron estar a la altura de sus circunstancias, y nos regalaron un buen show que, sin ser nada especial, consiguió que nos sintiéramos especiales.
Una vez pasado el show de los australianos, sólo quedaban dos opciones: corroborar que la cantera sueca sigue con buen pulso en la Rockklassiker, o dejarnos llevar por los nombres gordos del festival. Si en el primero los nombres de HEDDA HATAR, SPIRAL SKIES o FRONTBACK se nos presentaban por primera vez (seguramente para volver a oírlos en próximas ediciones, en giras españolas por salas o en discos interesantes), los escenarios principales se llenaban de calabazas y de gangstas.
HELLOWEEN dieron un concierto peor de lo esperado, pero mejor que lo que suelen deparar las reuniones. La sensación de que la banda alemana ha sabido subirse al carro de los retornos gloriosos en un momento perfecto es palpable. Todo huele a billetera, aunque parece que el buen rollo que transmiten es más cierto que el de otras bandas reamigadas. Y, siendo honestos, esta banda podría funcionar bien incluso volviendo al estudio, cuando todavía no tienen seco el pozo de la creatividad. En el Sweden, a Kiske le fallaba algo la voz, pero el carisma interminable de Deris levantó el show lo necesario: el resto lo haría un público deseoso de reencontrarse con su adolescencia. La poca gente que no se quedó estaba seguramente viendo una de las pocas golosinas de un festival cada vez más estandarizado. BODY COUNT dieron, según todas las opiniones, “un conciertazo”, aunque su música, igual que su puesta en escena y un frontman más dado a las peleas de gallos que al rock de estadio, se quedó en anécdota.
En realidad, casi nada pasaría de la simple nota a pie de página, porque el show venía robado de casa. IRON MAIDEN, una banda que ya ha ganado antes de salir a escena, dio un concierto sobresaliente incluso para los propios estándares de la banda. ¿Qué hay en la banda de Steve Harris que engancha tanto y que se mejora por momentos? Si la marca es ya patrimonio del heavy, su música se resiste al estancamiento, y sus músicos se empeñan en seguir mejorando. Que Bruce Dickinson canta de forma sobrenatural es algo que ya se sabe. Que la banda podía hacer un concierto con tantas dosis de teatro e historia sin llegar a aburrir es algo que habíamos de descubrir en esta gira. Mitad actor y mitad cantante, Dickinson ya no corre como antes, pero a cambio nos ofrece interpretaciones matizadas, más intensas y emocionantes. Añádanle a eso un setlist perfectamente equilibrado entre “lo que la gente quiere escuchar” y lo que el hilo argumental del show pedía (canciones menos típicas como “The flight of the Icarus” o “For the greater good of God”).
Y si el concierto de los Maiden fue lo mejor del festival, ¿por qué empeñarse en decir que su inclusión fue un error? Es innegable que el invento se saldó con un encomiable éxito. La organización pudo manejar el aumento del aforo, y la nueva disposición de las vallas y barreras (si antes la pista era como la de cualquier pabellón al aire libre, ahora el público se divide en cuatro, como la mayoría de festivales europeos) hizo que el concierto se pudiera ver con mucha tranquilidad desde relativamente cerca: cero incomodidad, cero empujones. Un sueño que parecía inalcanzable al hablar de bandas de esta magnitud. Con todo, la sensación de que se ha sacrificado más de lo que se ha ganado es palpable: Iron Maiden mueven a demasiada gente, y la comodidad y cierta intimidad de otros años, aunque no estuviese fuertemente comprometida, sí se resintió hasta cierto punto. Porque ver a unos cabezas de cartel entre el gentío entra dentro de lo esperable, pero esas 3000 personas adicionales que llenaron Sölvesborg también deambularon el resto del fin de semana, mearon, comieron y vieron conciertos como el resto. Y, cuando, la variedad estilística se limita, las posibilidades de que todo el mundo acabe frente al mismo escenario son elevadas.
Lo vivido el jueves se repetiría en los dos días que quedaban, aunque a intensidades diversas. A OZZY OSBOURNE no puede pedírsele lo mismo que a los Maiden, y su concierto, aunque a rebosar en el público, fue tan bueno y tan malo como cabía esperar. Interminables pasajes instrumentales y muy poco canto fueron la fórmula del hombre loco para salir del paso en una despedida de la que sólo podemos desear que sea verdadera, y no otro truco de marketing. No todos los músicos envejecen con la misma intensidad, y hay que adaptarse a las circunstancias. Sobre ese particular, los progresivos FOCUS (¡por fin algo de prog rock!) demostraron saber un montón. A pesar del inaguantable sol, la-banda-de-hocus-pocus dieron un concierto sólido, de los de paladear y guardar en la retina. Quizá porque apenas escucharíamos prog setentero, o porque el sonido de la banda fue cristalino, el cuarteto holandés dejó un sabor de boca que no haría más que agriarse durante el día. Primero con el insulso show de VIXEN, lento y poco inspirado. Después, con los “tan malos que son divertidos” MADAM X. Un poco más tarde, con unos THE DARKNESS que siguen intentándolo y fracasando con cada nuevo intento, tirando de los mismos temas de siempre, y tratando de jugar al juego de las rockstars sin conseguir levantar ni una sola pasión positiva. TURBONEGRO y URIAH HEEP se repartieron a un público que podría haber disfrutado de dos grandes actuaciones, aunque haber visto a los segundos en más de una ocasión empujaba a ver al bizarro combo noruego. La banda, a pesar de (o quizá gracias a) su abigarrada apariencia y un último disco que tiende al rock ochentas con borde en la autoparodia, tiene una base de fans leal que sabe que Turbonegro son mucho más de lo que las apariencias sugieren.
La única sorpresa del día la tendríamos en BARONESS, no tanto por su indiscutible calidad sino por lo compacto de un concierto que tenía todos los ingredientes para el fracaso. Primero, porque en el Rock Stage tocaba, al mismo tiempo, la reunión de las leyendas suecas Heavy Load. Segundo, porque Baroness son una banda de salas, donde la energía del combo está al alcance de nuestros dedos. Y tercero, porque sólo un sonido perfecto puede hacer justicia a las numerosas capas que los norteamericanos ponen en cada composición. Pues bien, todo lo que pudo salir bien salió bien, y la banda de John Baizley, esta vez acompañada de una nueva guitarrista de carisma insuperable, dio uno de los grandes conciertos del festival, y uno que mucha gente debería lamentar haberse perdido.
Al final de la noche, cuando Mr. Madman ya había acabado su asunto, quedaba todavía la tralla inconmensurable de MESHUGGAH, y el más discreto show de los suecos LUGNET, que petaron la Rockklasiker Stage para quienes tenían fuerzas pero no ganas de aguantar math metal. Como cuando vas a un museo y te quedas más tiempo del debido, hay un momento en los festivales en los que es bueno irse a descansar en lugar de quedarse y saturar más unos oídos poco frescos. Por eso, por muy bueno que fuera el show de los suecos (unos u otros), la salud auditiva nos pedía un respiro de unas pocas horas hasta afrontar la despedida.
Último día, y la sensación de hartazgo no se parece a la de otros años. No se sabe si es por el calor, tan inusual, o al torrente de gente que no es posible sortear allá donde se vaya, o por simple cansancio. Si una de las señas de identidad del Sweden es la variedad estilística, este año la nota principal ha sido la del metal, y éste, si no es en pequeñas dosis y acompañado de otros géneros que equilibren el resultado, puede resultar excesivo después de tres días. Por eso nos llegaron, cual soplo de aire fresco, algunas actuaciones correctas pero muy saludables para el último día de festival. SLADE, esa banda que podría tocar cada noche y cada noche hacerte mover la cadera, dio el mismo concierto que viene dando desde hace décadas, sin que por ello se molestara nadie. Más bien al contrario. DOC HOLLIDAY, al que había que agarrarse como clavo ardiendo, fue lo poco que pudimos escuchar con algo de aroma sureño. Y, aunque su concierto no fue más que
correcto, el regusto dejado fue bueno. THE NEW ROSES, con la dolorosa labor de abrir un sábado a mediodía, demostró que no hay condiciones lo suficientemente malas cuando la música y los músicos son buenos. Su rock clásico con tendencia al hit animó hasta a quienes no conocían su música. A veces tres acordes son suficientes para hacer botar a una panda de rockeros. Más o menos lo mismo que hicieron GIRLSCHOOL unas pocas horas después, con su sucio rock punkarra con menos matices que energía explosiva. Parecía que por fin, tras tanta tralla, habría un hueco para la variedad propia del festival sueco.
YES, a la que hay que añadir la coletilla de FEATURING ARW, eran para muchísima gente el atractivo oculto del festival, y pudieron demostrar que, a pesar de los años y de esa ensalada de siglas tan difícil de seguir, la calidad de tres músicos dotadísimos sobraba para hacernos felices. O quizá no, porque el doloroso juego de coincidencias y horarios que colisionan obligaba, en este caso, a repartir esa hora y media con la otra banda-que-sólo-verás-en-el-Sweden. BUCKETS REBEL HEART es una banda tan desconocida que hasta cuesta encontrar información en internet. Su alma máter, sin embargo, es una pequeña celebridad: guitarrista de Humble Pie y de Bad Co, publicó hace unos años un delicioso disco de rock melódico con tintes blues (“Buckets, beers and tears”) que aun hoy resuena con fuerza. En esta ocasión, la banda ya era banda real, con un cantante de altura, y anunciaron que su primer disco estará a la venta próximamente. De éste tocaron algunos grandes temas, intercalados con ocasionales versiones que nos dejaron con ganas de más. Justo cuando nos alegrábamos de escuchar al menos a una banda de estas características en el Sweden 2018 (¿dónde quedó el AOR?), el concierto terminaba para dar paso a unos cabezas de cartel ya vistos.
Sí. JUDAS PRIEST de nuevo. Y ni siquiera había la excusa de, qué sé yo, una gira de despedida. Sin embargo, el haber visto a la banda en varias ocasiones y que sólo hiciera dos años desde su última visita no hizo que disfrutáramos del concierto ni un poco menos. Más bien al contrario, la banda de Halford demostró estar más en forma que en la última década, con el cantante enfrentándose a muchísimos agudos (con ayuda, eso sí, de delays y pequeños fragmentos grabados), con una pareja de hachas menos carismática pero igual de funcional que la clásica de Downing-Tipton, y con un setlist con un montón de temas menos frecuentes. Podían haberse ceñido a lo de siempre, pero optaron por incluir curiosidades como “Grinder” o “Sinner”, además de algunas gemas, impensables hace unos meses o años, como “Freewheel Burning”. Todo sonó tan, tan bien, tan mejor que en las últimas ocasiones, que lo más fácil habría sido pensar que había gato encerrado. Pero Judas Priest son una banda de profesionales, y toca concederles que, aunque nunca volverán a tener treinta años, la vejez les sienta como una segunda juventud.
Así, cuatro días de rock y metal pasaron en lo que se tarda en leer esta crítica. Se esperaba con menos ganas de lo habitual, dejó menos sorpresas de lo habitual, y se ha diluido con el recuerdo de unos pocos grandes conciertos y bastante indiferencia. Demasiadas Flying V’s y demasiado pocas Stratocasters. Es difícil poner el dedo en la llaga concreta. No es fácil saber cuál es la herida que nos hizo sangrar más: si la del calor y el polvo, la del gentío interminable, o la del cambio de dirección musical y comercial. Porque la primera se pasará, y lo verde volverá a cubrir Sölvesborg, sin duda. Pero lo segundo, y especialmente lo tercero, dependerá de lo que una organización renovada (y paradójicamente más centrada en el “business as usual”) decida en los futuros meses. ¿Un festival de metal como tantos otros en Europa? ¿Un macrofestival en el que apenas podamos respirar? ¿Un cartel que no pueda diferenciarse del de cualquier otro en el continente? ¿Las mismas bandas año tras año? ¿Un “golden circle” para fans ricos?
Por ahora, todas esas incógnitas son sólo una de tantas posibilidades en el horizonte. Una sola edición no marca una tendencia significativa, pero señalan el camino a no seguir. Por desgracia, los números no respaldan esta opinión. El Sweden Rock ha batido todos los récords, ha dejado algunas actuaciones de categoría, y ha aguantado la mayor afluencia de gente de una forma que en España sólo podríamos soñar. Porque, no nos engañemos, incluso cuando el Sweden Rock está por debajo de su propio nivel, estamos hablando de un festival al que prácticamente ninguno hace sombra. Está por ver si en ese cambio de dirección se van las señas de identidad del que para muchos ha sido el paraíso musical en el que recalar cada año.