Tengo un negocio de hostelería y desde marzo de este maldito 2020 no conozco la tranquilidad. A veces me siento como un gato dentro de una casa con niños, en constante afiliación a sus sentidos por si tuviera que saltar del mullido cojín en el que intento buscar descanso, siempre alerta, ante la inminente amenaza del siguiente paso silencioso de esta pandemia que nos ha tocado vivir. Y suerte tengo de poder salir a nado así y mantener la cabeza por encima del agua porque, visto el panorama, otros no han tenido esa suerte y algunos, desgraciadamente, nunca la tendrán para nada más (Descansen En Paz).
Pero ayer tuve la fortuna de poder coger un día libre y dedicarlo por completo a mi pasión por el Rock sin etiquetas, ya saben ustedes, mi Rock Angels. Estuve todo el día encerrado en el estudio y ya al anochecer volví al mundo de las redes como suelo a acostumbrar tras una jornada laboral, sea de la índole que sea. Entonces se me paró el mundo, el alma se me congeló y por primera vez en muchos meses, durante alrededor de tres horas, mi cabeza dejó de girar en torno a facturaciones, puestos de trabajo, restricciones, cifras de contagiados e incluso al miedo a contraer la enfermedad al ejercer en el sector servicios. La noticia del fallecimiento de Eddie Van Halen acaparó cada una de mis neuronas, anestesió por completo mis terminaciones nerviosas y me robó el hálito sin ningún tipo de remordimiento. Durante ese espacio de tiempo me sentí tan triste y deprimido que nada de lo que alrededor acecha cobraba importancia. Sólo existía un puto motivo para semejante desasosiego: que te has marchado Eddie.
Mucha gente no comprende cómo podemos llegar a sentir en el alma la muerte de nuestros ídolos musicales, más de una vez he tenido que escuchar el típico: “joder macho que sensible eres, si no le conocías, ni que fuera uno de tus amigos…” Y yo para mis entrañas rechisto y replico en silencio: “quizás el que no me conoce eres tú, porque de no ser por X, estoy seguro de que no sería quien soy.” Son nuestros héroes, nuestros maestros a la hora de percibir el mundo y en muchos casos los interiorizamos tanto que son hasta parte de nuestra familia, sí, o al menos de nuestro recuerdo más familiar. Se nos arrebata lentamente nuestro pasado glorioso y así se resiente nuestro presente, del futuro ni imagino.
Edward Lodewijk Van Halen nació el veintiséis de enero de mil novecientos cincuenta y cinco, de origen neerlandés – estadounidense también conoció esa pasión de la que os hablaba. Con Clapton o Page, con la admiración de un hijo ante las demostraciones de su padre frente al clarinete, el saxo y el piano o con los primeros pasos a esa batería que tuvo que ceder a su hermano Alex ante su habilidad tras los parches. Él se encargó de la guitarra y ¿quién le iba a decir que unos años después sería el nuevo “guitar hero” de varias generaciones hasta la actualidad y más allá? ¿Quién iba a imaginar que reinventaría la técnica de las seis cuerdas y que firmaría el “tapping” como sello personal e intransferible (sin ser tan siquiera su inventor)? Pues así fue y así será durante toda la eternidad.
En 1972 los hermanos montaron la banda Mammoth junto al bajista Mark Stone y con David Lee Roth a las voces. Con Michael Anthony como nuevo bajista y coros establecieron ya el nombre que se convirtió en leyenda: VAN HALEN.
De sus salvajes inicios a sus paseos por las nubes de teclados, del jolgorio del show Roth a la futura madurez Hagar, de los coléricos embistes guitarreros a las baladas atemporales, de los himnos archiconocidos y tatuados en nuestro corazón a las escondidas joyas en segundo plano de cada uno de sus lanzamientos. De ahí a romper ambas formaciones de la discordia entre fans a ningunear tanto su talento como el de Gary Cherone en su Mark III (al menos en la opinión de este fan, ¡ah, y yo soy de la época con el de los rizos dorados!). De las incendiarias giras llenas de excesos a grabar uno de los mejores solos de la historia para el rey del Pop (Michael Jackson – Beat It), del “tapping” a las teclas, del bullicio ensordecedor al más estricto silencio.
Durante más de diez años luchando contra un cáncer de garganta que le secuestró de los focos mediáticos y que desmejoró ostensiblemente el lienzo sobre el que siempre brillaba la sonrisa cercana y seductora que le caracterizaba, Eddie Van Halen nunca ha dejado de sonar en influencias de nuevos talentos, en detalles de novedosos grupos o simplemente en comparaciones para alinear los descubrimientos en el género.
Personalmente podía recordar a esa primera novia, a los saltos ebrios de juerga, las lágrimas de los malos tiempos, permanecer ojiplático ante sus interpretaciones, partirme el culo con las piruetas de Diamond, acelerar en los entrenos con sus cambios de ritmo, encontrar al amor de tu vida, corear sus canciones en la vuelta de un festival o simplemente sufrir su ausencia desde hace unas horas. Por esto y por mucho más, el que suscribe estas líneas sólo puede decir gracias Eddie.
Que la tierra te sea leve maestro, hoy brilla una estrella más en el cielo, una poco común y yo solo puedo decir: PUTO 2020, PUTO CANCER.
Jesús Alijo «Lux»